Este artículo, titulado “PARA VENDER CAFÉ EN CHINA“, fue publicado por Andrés Garrido en el ejemplar del mes de Octubre de 2013 de la revista China-Latino.
Según las gráficas de los economistas, la importación de café a China aumenta sensiblemente cada año. El café colombiano, por ejemplo, tiene trato arancelario preferencial, como resultado de acuerdos bilaterales entre ambas repúblicas.
No obstante, la experiencia en este país le dice a uno que, al chino medio, no le gusta el café.
Fíjense, si no me creen, en las franquicias de cafeterías que están proliferando en el centro de Guangzhou. Hay, entre los clientes, muchos occidentales, pero también chinos. Las razones por las que acuden a estos locales, sin embargo, son distintas.
Los occidentales buscan un espacio conocido donde desenvolverse a gusto, pues los azucarillos, las pajitas y las servilletas están en su sitio en todos los Costa y los Starbucks del universo mundo. Los precios de las bebidas son altos –y no hablemos de los tentempiés–, pero se lo pueden permitir por gozar de un poco de paz para leer un libro o para matar marcianos en la pantalla del iPad. Algunos entran a pedirse un café para llevar a la oficina, lo que prueba que les gusta.
Los árabes que entran a estos locales suelen hacerlo empujados por la necesidad de encontrar un lugar donde charlar con los amigos durante horas, con un café sobre la mesa, pues en China es imposible encontrar los cafetines a los que ellos están acostumbrados.
Los chinos, en cambio, entran a estas franquicias por razones que poco o nada tienen que ver con el café. Un chino, a no ser que haya vivido en Europa o los EEUU, jamás va a pedirse un café para llevar, con lo caro que está. No es el café lo que lo ha traído hasta aquí, hasta esta isla acristalada y aromática en medio del bullicio de la ciudad. Él o ella va a sentarse cerca de la ventana, si es posible, por ser visto. Que se vea, señores, que tiene tiempo para gastar su dinero en una palangana de café, aunque no sea su bebida favorita. Se trata de hacerse pasar por ciudadano del mundo, conocedor del buen vivir; esa idea del buen vivir que es la que, en el fondo, nos venden estas firmas. Porque estas firmas venden ideas, no café.
Esto tiene relación con aquel axioma de las ventas que hizo furor durante el desarrollismo posterior a la Segunda Guerra Mundial: “No venda un filete: venda su sabor”. Lo que pasa es que ya no se vende ni el sabor: se vende infundir en los demás –y un poquito también en nosotros mismos– la idea de que vivimos bien, confortablemente. Es el sabor de la buena vida, no el sabor del café ni tampoco la propia “buena vida”, lo que nos venden por más de treinta yuanes en un Costa o un Starbucks. No es otra cosa que aquello que Thorstein Veblen llamara “ocio ostensible”.
Las mujeres chinas, que, para estas cosas, tienen más confianza en sí mismas que los hombres, suelen pedirse un zumo en vez de un café. Un zumo de frutas es una acuarela tropical en la mesa de una mujer. En la mesa de un hombre, sin embargo, es un signo de debilidad, porque un hombre debe entrar matando en los bares y cafeterías, no pidiendo zumitos y guardando la línea, que ahora habrá mucho metrosexual, pero no conviene pasarse.
Y es aquí, donde uno menos lo esperaba, donde se encuentran el hombre y la mujer en China: en esta voluntad de matar y ser matados, que para el imaginario fisiológico es tanto como acostarse con alguien.
Sí, los Cafés del centro de Guangzhou se han convertido en refinado –o, al menos, molido, como el café– lugar de “levante”. Ponga usted a funcionar el localizador del teléfono inteligente para que le señale a quienes, a su alrededor, en su mismo local, están por la labor de estrechar lazos, sino culturales ni económicos, de otra especie más sabrosa.
Y así, con este frecuentar cafeterías, a algunos chinos y chinas de posibles se les va tostando el ánimo de buen aroma. Esto es muy de agradecer porque, cuando salga del Café y se meta en el metro, a eso de las seis de la tarde, usted sufrirá la agresión ponzoñosa de algún cercano e inevitable sobaco. Es el aroma del proletariado descafeinado: huele como sabe la bilis y no se preocupa por el qué dirán –ni menos por el qué olerán– los otros.
Uno se pregunta cómo harán los novios y novias, esposos y esposas y amantes de estos ciudadanos para abrazarlos en la cama sin sentir, al besarles el cuello, que están lamiendo un tofu apestoso. Porque hay olores que, por más que te duches, han penetrado, con el trabajo continuo, la piel. Así, por ejemplo, el olor de la basura y del pescado… y del tofu apestoso. La universal pestilencia de ganarse el pan –o el arroz, o el cous-cous- con el sudor del sobaco reina en el metro de Guangzhou y, cuando uno de estos sacrificados currantes levanta el ala, los demás quisiéramos practicar el cuerpo a tierra, pero no hay espacio ni para caerse. Un buen constipado no es bastante defensa para la pituitaria: el olor pestífero es tan penetrante que desatasca las fosas nasales con la rapidez y agudeza del wasabi japonés.
Por eso quisiéramos proponer, modestamente, que se abra un servicio de café en las estaciones de metro y autobús de Guangzhou. Se trataría, no tanto de inducir al ciudadano común a su ingesta, como de aromar esos espacios con la planta sagrada, que siempre huele mejor que un tofu. Utilizar el café como un incienso, no ya de éxito social y buen vivir, sino de superviviencia.
Esto aumentaría la calidad de la vida y del amor en China, creemos. Cuando los amantes se encontraran en el lecho, ya no pensarían que están haciéndole el amor a una bola de ponzoña y sudor, sino que sentirían que una pantera etíope les está trepando el cuerpo por las piernas, y un jaguar colombiano les muerde el cuello y una boa constrictor brasileña –puestos a soñar- les estrangula de amor sobre la tierra húmeda donde nace el café.
Y es que el café, más que las cafeterías, puede hacer cosas muy hermosas por este país.
Quizás sea eso lo que haya que vender del café: su aroma, más que su sabor.