
Cuento del cuaderno de notas de Vanitas, autor con poco que autorizar, como no sea “Diario de un esqueleto“.
Cevidanes Mastuerzo, hombre tímido donde los haya y más tímido aún donde no los hay, pues ahí no puede disimular, bajó una mañana a la farmacia a comprar crema Flubason (desoximetasona), contra el eczema.
-Pues mire usted -le dijo el farmacéutico, de nombre Leopoldo Cajal-, esta semana no he ganado la lotería por un número. Yo tenía el once mil ciento sesenta y cinco y salió el tres mil setecientos cuarenta y dos. Una verdadera lástima, ¿no cree?
Cevidanes Mastuerzo no sabía si reírse o no reírse, no sabía si iba en serio o no la cosa, de modo que optó por sonreírse, que era una solución de compromiso.
Leopoldo Cajal frunció la boca al ver la receta que Cevidanes Mastuerzo le tendía.
-Vaya, vaya. Me temo que no tenemos esta crema, pero no se preocupe que se la traeremos a la tarde. Déjeme aquí la receta y vuelva a eso de las cinco o cinco y media. Si le resulta más cómodo, puede pagar ahora mismo y así después ya no tiene que preocuparse por el dinero, ¿eh, don Cevidanes?
Don Cevidanes pagó inmediatamente y volvió a su casa. A las cinco en punto de la tarde estaba de vuelta en la farmacia. Le atendió un chico joven, casi adolescente.
-¿No está don Leopoldo?
-Pues no; esta tarde ha ido a jugar al golf.
-¿Y podría decirme cuándo volverá?
-Pues esta tarde, desde luego, no. ¿Qué se le ofrece?
Cevidanes Mastuerzo dudó si participar al joven su casuística. Se trataba de un aprendiz de farmacéutico, no cabía duda, alguien completamente nuevo en el oficio y que, por eso mismo, evitaría a toda costa ser objeto de una estafa. Pero los eczemas de Cevidanes Mastuerzo exigían la crema para hoy mismo. Decidió ganar la confianza del joven aprendiz descendiendo a su nivel y proporcionándole una explicación lo más detallada posible.
-Verá usted, joven aprendiz, esta mañana, a las once y treinta y cinco minutos exactamente, entré en esta farmacia. Yo vestía esta misma indumentaria, que espero usted encuentre distinguida. En el bolsillo interior de mi americana llevaba una receta. En este mismo bolsillo, ¿ve usted?
Cevidanes Mastuerzo abrió la americana y mostró el bolsillo interior al joven aprendiz de farmacéutico, quien miró intrigado y llegó a introducir dos dedos en el interior para comprobar que el bolsillo estaba vacío.
-Este bolsillo está vacío -sentenció.
-Sí, pero yo le juro, se lo juro por lo que usted más quiera, que esta mañana, al entrar yo en la farmacia, había aquí una receta.
-Ya -dijo el joven aprendiz de farmacéutico, al tiempo que taladraba con los ojos a un pálido Cevidanes Mastuerzo-. ¿Y por qué no tiene usted ahora esa famosa receta? Si alguna vez ha tenido usted esa receta y esta mañana ha estado usted aquí, enséñemela ahora mismo.
Cevidanes Mastuerzo se vio acorralado por el apremiante requerimiento del joven aprendiz de farmacéutico. Palideció aún más y repentinamente se ruborizó.
-Joven, yo soy amigo de don Leopoldo Cajal…
-Yo también soy amigo de don Leopoldo y además soy sobrino y además soy empleado suyo -cortó altivamente el aprendiz; y añadió-: Tres a uno.
-Yo… yo sólo quiero una crema contra el eczema.
-Sin receta. Usted quiere que yo le dé, sin receta, una crema que, a buen seguro, precisa de prescripción facultativa. No puedo.
-Pero la receta la tiene don Leopoldo…
-¡Y don Leopoldo no está, qué casualidad! Si transigiera, acabaría usted diciendo que ya dejó pagada la crema y trataría de llevársela gratis.
-Sí, yo pagué la crema, yo tenía el dinero aquí -y Cevidanes Mastuerzo quiso sacar la cartera del bolsillo derecho del pantalón, pero no había cartera porque la había dejado en casa-. Don Leopoldo me cobró un euro y medio, de verdad, y yo le pagué así, mire. Imagínese que yo tuviera una cartera en el bolsillo y hubiera dejado una receta sobre el mostrador. Pagué aportando la cantidad justa con la mano derecha. Don Leopoldo tomó las monedas en su mano izquierda con un gesto tal que así, y sonrió y me dijo hasta luego, como lo oye, créame. Después Don Leopoldo se giró unos cuarenta o tal vez cuarenta y cinco grados e introdujo el dinero en la caja registradora. Lo vi con estos ojos.
-Usted llega aquí con dos bolsillo vacíos y me los enseña. Pretende enternecerme para que le dé una crema gratis, ¿no es eso?
-¡No, no!… Escuche, hagamos como que no ha pasado nada. Yo saldré por esa puerta y volveré a entrar. Esta vez lo haré silbando, con confianza. Le daré otra explicación.
-Usted va a salir por esa puerta, efectivamente, pero no va a volver a entrar. Haga el favor de acompañarme.
(Aquella noche los eczemas de Cevidanes Mastuerzo, desatendidos, ardieron con una llama azul de dulce oprobio.)