La revista de trabajo social Portularia ha publicado en su Volumen XI, Num 2 -pp.115-117- una reseña crítica del libro “El Gueto Invisible. Un recorrido por los albergues de transeúntes de Euskal Herria“, del periodista Andrés Garrido.
El artículo de tres páginas está firmado por Juan Ramón Rodríguez-Fernández, de la Consejería de Bienestar Social del Principado de Asturias y analiza los principales aspectos tratados en el libro.
El contenido del artículo lo facilitamos a continuación para aquellos lectores interesados.
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Juan Ramón Rodríguez-Fernández
Consejería de Bienestar Social. Principipado de Asturias. España.
“El Gueto invisible. Un recorrido por los albergues de transeúntes de Euskal Herria”
Portularia Vol. XI, Nº 2, [115-117] issn 1578-0236
“La verdadera tarea política, en una sociedad como la nuestra, me parece que es criticar el juego de las instituciones aparentemente neutras e independientes; criticarlas y atacarlas de tal manera que la violencia política que se ejerce oscuramente en ellas, o a través de ellas, sea desenmascarada, y se pueda luchar contra ellas.” (Michel Foucault. Prólogo de “El Gueto invisible”.)
En esta obra el periodista Andrés Garrido narra su experiencia en los centros de alojamiento y acogida de transeúntes del País Vasco. Para ello, durante el periodo de diciembre de 2003 a mayo de 2004 y como parte de un reportaje periodístico para la editorial Miatzen SARL, el autor se hizo pasar por transeúnte de albergue en albergue con el doble objetivo de: “…conocer, a través de experiencias observadas y vividas directamente, las posibilidades de integración de los individuos que, careciendo de dinero, empleo, vivienda y apoyos personales (amigos o familia) recurren a los servicios sociales habilitados; por otra parte, estampar fielmente la visión que los usuarios tienen de los servicios a los que acuden” (página 7).
El libro está compuesto por un prólogo, 18 capítulos, un epílogo, referencias bibliográficas y 6 apéndices.
Estamos, como el propio autor nos señala, ante un trabajo de investigación periodística, pero que por el formato que asume se puede integrar dentro de los procedimientos etnográficos de investigación: uso de diarios, observación participante, entrevistas poco estructuradas, análisis de documentos y textos, etc.
La aproximación a la pobreza de los sin techo que Andrés Garrido nos muestra resulta muy diferente de la dada por los manuales científicos que habitualmente se utilizan en el ámbito universitario, quizás más preocupados por desarrollar conceptos y categorías teóricas, describir los planes y programas de lucha contra la exclusión o explicar las diversas metodologías de intervención psicosocial. También me parece muy diferente respecto de la información manejada por los informes técnicos utilizados por las administraciones públicas y entidades de lucha contra la pobreza, informes orientados a la medición de la misma, a la generación de estadísticas, perfiles de exclusión y al frío recuento de frecuencias, porcentajes y medias. Por último, este trabajo se desmarca de los reportajes televisivos, normalmente más preocupados por el detalle anecdótico, el titular fácil y la búsqueda de audiencia.
A lo largo de los 18 capítulos se destaca cómo en los albergues existe la confluencia de dos discursos diferenciados, pero compatibles: el discurso asistencial caritativo, que trata paternalistamente de redimir al pobre de su situación y el discurso punitivo, criminalizador de la pobreza, por el que se pasa a considerar a las personas pobres como moralmente sospechosas y culpables de su propio destino. Las implicaciones de este doble discurso para los centros de acogida y albergues son varias: desde el diseño arquitectónico de los centros –delimitación de espacios concretos, ubicación espacial en la periferia de las ciudades-, hasta las prácticas profesionales que enfatizan el control de los tiempos, los espacios y los cuerpos de los usuarios. Un control que puede ser explícitamente coercitivo basado en la reglamentación y establecimiento de todo tipo de normas para la vida y convivencia en los albergues:
“En el patio, había un futbolín y una mesa de ping-pong. Para jugar, era necesario pedir pelotas y raquetas al guarda de la entrada. Para hacer uso de la lavadora, era necesario pedir fichas al guarda. Para cambiar el canal de televisión, tanto en la sala de fumadores como en la de no fumadores, era obligatorio pedir permiso al guarda. Es decir, en un centro municipal de acogida social para personas mayores de 18 años, que no padecían enfermedades físicas ni psíquicas que requiriesen cuidados, que no se hallaban bajo el efecto de droga alguna (no dejaban entrar a nadie que diese el mas mínimo síntoma en este sentido), personas adultas, responsables –al menos hasta que se demostrase lo contrario, en cuyo caso la expulsión era inmediata-, lo único que se podía hacer autónomamente era pensar. Para lo demás, había que pedir permiso al guarda o a las trabajadoras sociales” (página 28).
O que, en cambio, puede asumir un modelo más sutil dirigido a que sea el propio sujeto quien se autorregule, como ocurre con el aprovechamiento panóptico de la estructura arquitectónica del albergue Elejebarri (página 75). El control de las personas, más la concepción de éstas como incapaces, deficitarias y culpables de su propia situación construye las bases para una ‘pendiente deslizante’ hacia una abierta humillación: el sorteo mediante papeletas con números de las camas disponibles, o para los turnos de entrevista con el/la trabajadora social (página 67), intromisión y enjuiciamiento moral de las vidas de las personas usuarias, las muy deficitarias instalaciones materiales, la comida de baja calidad o la sordidez de los servicios higiénicos de los centros (página 114). Especialmente significativo, por la vinculación entre asistencialismo y tratamiento punitivo, me parece la descripción que hace el autor del ritual para poder hacer uso gratuito del teléfono:
“En el centro de Acogida Municipal de Vitoria, por ejemplo, las llamadas gratuitas, posibles sólo a determinadas horas, iban acompañadas de un humillante ritual. El transeúnte interesado debía informar al empleado del centro de la naturaleza de la llamada que quería realizar (para un trabajo, por ejemplo, o información sobre otro albergue o pensiones), entregar al empleado el número al que se pretendía llamar, esperar a que el empleado marcase el número, escuchase los tonos, hablase con la persona que respondía al otro lado de la línea –a fin de asegurarse de que, efectivamente, ése era el teléfono de destino- y, sólo entonces, entregase el auricular al transeúnte” (páginas 146-147).
A su vez, existen implicaciones para el rol y funciones de los y las profesionales, ya que se legitima la realización de prácticas controladoras e intrusivas en la vida de las personas usuarias. En esta lógica se enmarca la proliferación de instrumentos, prácticas de registro, catalogación e intervención psicosocial (cuestionarios, modelos de solicitudes, fichas individualizadas, tests, técnicas grupales e individuales y un largo etcétera). Instrumentos generados por unas disciplinas académicas herederas de la Modernidad y guiadas por la razón científica hacia el progreso, la emancipación social… aunque luego a su vez legitimen la dominación y los planteamientos totalizadores, como se denuncia desde los enfoques postmodernos (Ibáñez, T., 2001 y 2005). Algunas veces el ansia por la clasificación, catalogación y control de la vida de las personas adquiere tintes cómicos, como se ilustra en el siguiente pasaje:
“…ayer a la tarde me tuvieron esperando en el albergue desde las cuatro hasta las seis menos cuarto para hablar con la trabajadora social y pedirle ropa interior, y, cuando por fin pude entrar al despacho, nada más sentarme, sin darme tiempo a abrir la boca, la chica me dijo:
“-Bueno, antes de nada voy a hacerte unas preguntas.
“Me preguntó el nombre completo, fecha y lugar de nacimiento, número del DNI y letra, domicilio, cuándo había tenido mi último trabajo, nivel de estudios; e iba rellenando un cuestionario con mis datos y circunstancias, preocupándose especialmente en saber si tenía familia y qué relaciones mantenía con ella.
“-Yo es que viene a pedir ropa interior nada más –dije-. Los calzoncillos son para mí, no para mi familia” (página 45).
Bajo este prisma foucaltiano, los centros de alojamiento para transeúntes cumplen una función de control y de gestión de las personas pobres, apartándolas de la vista del resto de la sociedad en una suerte de nueva casta de intocables, a los que se aparta de la clase media, de los integrantes de la sociedad satisfecha (Galbraith, J.K., 1992). Sociedad que, aunque cada vez está más despolitizada por el efecto anestesiante del consumismo y es más continuista con el sistema imperante, no deja, a su vez, de ser cada vez más menguante y de estar más precarizada laboralmente (Tezanos, J.F., 2008). Esta ocultación y reclusión en albergues y centros de acogida forma el gueto invisible del que nos habla el autor:
“Mientras los marginados pasan el día en estos centros, se les tiene registrados y ubicados, por un lado; y, por otro, no están en la calle bebiendo, ni pidiendo, ni afeando las aceras. Es decir, durante el día, parece que no hay pobres, o que hay muchos menos de los que hay en realidad; y a la noche, con los votantes de clase media ya en la cama, se cierran este tipo de centros y los sin hogar tienen que buscar refugio en albergues, centros de acogida, portales, puentes, antiguas fábricas…” (página 164).
Pero, aunque se les aparte de la sociedad, sí que desempeñan un papel importante en el sistema capitalista neoliberal actual, actuando como un elemento de presión del capital sobre las clases trabajadoras, como amenaza latente de qué le puede pasar al trabajador/a si no acepta las condiciones que el capital ofrece, impone. Puede que los sin techo sean superfluos (Bauman, Z., 2005) en la sociedad salarial del empleo escaso y precario, pero sí que desempeñan un papel instrumental en el proceso de explotación capitalista.
Tampoco quiero dejar de comentar cómo en el libro aparecen las dificultades y trabas administrativas a las que tienen que hacer frente los transeúntes a la hora de solicitar las RMI u otro tipo de ayudas económicas gestionadas por los servicios sociales. Las RMI son prestaciones públicas que bajo diferente terminología (Renta Mínima de Inserción, Ingreso Mínimo Garantizado, Renta Básica…) se dirigen a cubrir las necesidades básicas de personas en situación de exclusión o riesgo de exclusión. Estas prestaciones se caracterizan, en líneas generales, por combinar la percepción de una cuantía económica con el compromiso por parte de las personas beneficiarias de participar en actividades orientadas a su inserción sociolaboral. Curiosamente, los colectivos que más dificultades tienen para acceder a este derecho son las personas sin techo, las más desprotegidas socialmente. Este colectivo, por sus problemas de desarraigo, tiene mayores dificultades para cumplir los requisitos administrativos imprescindibles para el acceso a esta ayuda: empadronamiento, acreditación de estancia mínima en la comunidad, periodo de formación de la unidad familiar, situación regular para las personas inmigrantes… trabas que se vuelven obstáculos infranqueables y que suponen, por su tramitaje, retrasos en su resolución para personas en situación de necesidad.
“Ángel […] sigue por las plazas de Bilbao, sentado en los bancos, durmiendo donde mejor puede, intentando conseguir ayudas sociales a través de toda clase de mentiras, ya que la verdad, su verdad –que está en la rúe, que no tiene un cobre, que está solo, que no trabaja ni tiene ingresos ni apoyos económicos-, parece no ser suficiente. Hacen falta papelitos, sellos, firmas, esas cosas. Para los burócratas, una mentira en papel oficial es una realidad, mientras que el hambre, el frío, la necesidad, si no vienen con sello de entrada del Registro General, no existen, no importan, son un incordio, una impertinencia, y así va el mundo, y así va Ángel, que se nota que es joven en que todavía tiene esperanzas de conseguir algo” (páginas 154-155).
En definitiva, Andrés Garrido nos ofrece un libro valiente y provocativo con el que nos ayuda a problematizar aspectos que por diversos motivos han sido normalizados y naturalizados en nuestra labor profesional. Por eso, desde una perspectiva crítica de compromiso social, las personas que trabajamos en este ámbito tenemos la obligación de cuestionar los campos de acción pretendidamente neutrales y objetivos, no sólo para intentar comprender y mejorar nuestra labor profesional, sino, sobre todo, para poder contribuir desde nuestro quehacer profesional diario a una sociedad más justa e igualitaria. Por ello, considero que los ámbitos profesionales son espacios de lucha política, donde, no lo niego, a veces con dificultades y quizás en soledad, es posible establecer mecanismos de lucha contrahegemónica. Al menos esa es la línea que creo, desde una posición de compromiso social, es necesario seguir.
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Referencias bibliográficas:
Bauman, Z. (2005). Vidas desperdiciadas: La modernidad y sus parias. Barcelona: Paidós.
Galbraith, J.K. (1992). La cultura de la satisfacción. Barcelona: Ariel.
Ibáñez, T. (2001). Municiones para disidentes. Barcelona: Gedisa.
Ibáñez, T. (2005). Contra la dominación. Barcelona: Gedisa.
Laparra, M. y Ayala, L. (2009. El sistema de garantía de ingresos mínimos en España y la respuesta urgente que requiere la crisis social. Madrid: FOESSA.
Tezanos, J.F. (2008). La sociedad dividida. Madrid: Biblioteca nueva.